Como ha demostrado la neurociencia, cuando nos enfrentamos a cualquier situación es nuestro sistema perceptivo el que lo registra, pero es el sistema límbico el que le da sentido generando siempre una emoción. Sin embargo, la capacidad para poner las emociones en palabras, darles sentido y pensar sobre ellas no es innata. Para gestionarlas, necesitamos generar conexiones entre el sistema límbico y el córtex prefrontal.
También se ha demostrado que para que estas conexiones se vayan estableciendo, los niños necesitan que el adulto sintonice con sus estados emocionales, esto es, comprenda lo que siente, lo valide, lo ponga en palabras y le ayude a elaborar la situación. Ellos solos no pueden y sin esta ayuda las conexiones no se generan. Las consecuencias son serias pues la empatía, el respeto por los demás, el compromiso, la responsabilidad, la capacidad reflexiva, la templanza o las funciones ejecutivas, por nombrar algunas, dependen del desarrollo del prefrontal.
Los padres hablan muchas veces de lo difícil que a veces es manejarse con las rabietas cuando sus hijos son pequeños o con los desplantes cuando son adolescentes, y quizás por ello en muchas ocasiones la educación ha ido dirigida a controlar dichos estados emocionales. Sin embargo, esta nueva perspectiva en neuroeducación, conocida en psicología clínica desde el siglo pasado, nos sitúa en una posición muy diferente. A los docentes también.
Aprender siempre enfrenta a los niños o adolescentes con la incertidumbre y el no saber. Esto puede activar la curiosidad y las ganas de aprender, pero también puede generar, en mayor o menor medida, miedo a no entender, desconfianza de su capacidad, temor a que se piense que no da la talla o miedo a quedar el último de la clase. Y todo esto genera ansiedad. La autoridad o el buen liderazgo del profesor no puede impedir la aparición de todas estas emociones y mucho menos las que surgen del contacto con sus compañeros o las que ya traen de casa, fruto de los vínculos con sus familiares.
Así es que el profesor tiene todos los días ante sí, una clase llena de niños o adolescentes rebosantes de emociones que probablemente necesiten depositar en él, para que sea él quien las digiera y les muestre cómo seguir pensando. Los niños funcionan generalmente en extremos y la sensación de que no saber algo, puede fácilmente transformarse en la sensación de ser un inepto. Esta idea genera mucha ansiedad y puede traducirse en interrupciones, malas contestaciones o alboroto en clase. El enfado, la impotencia que puede entonces sentir el profesor, o incluso la desesperación según que momentos, son las emociones con las que ellos mismos están lidiando sin saber cómo hacer con ellas. No son contra el profesor, pero sí van dirigidas a él para que las escuche y esperan que el profesor lejos de reaccionar, les enseñe a no sentirse tan desesperanzados, tan enfadados, tan impotentes.
No es tarea fácil, pero entender la dinámica emocional de esta manera es un buen recurso para el profesor. Cuando no se conoce, el profesor puede tratar de desvincularse afectivamente para intentar no sentir. Otras veces, puede quedar desbordado por la demanda y sentirse finalmente quemado por no entender el origen y el sentido de su impotencia o desesperación. Ni que decir tiene que el efecto se puede multiplicar si sumamos las reuniones con los padres.
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